Que lástima que estaba toda vestida así nomás y, por el viento, bastante despeinada, bah, ni siquiera sé porque me puse a pensar en mi apariencia cuando por la calle me encontré a mí ex novio, bueno, no a mí ex, sino a mi ex ex, o sea uno de hace mucho.
Yo, con una amiga charloteando, y él que pasa caminando. Me parece lógico haberlo visto, lo extraño, en realidad, es que en más de un año de vivir en el mismo barrio y de juntarme con las chicas en el
Havanna-de-Acoyte-y-Rivadavia, no me lo haya cruzado antes, a él, que vive justo a una cuadra de ahí.
Pero, ¿por qué será que cuando vemos a alguien que ya-no-me-importa pero que fue grosso (o grossito) en algún momento nos ponemos así nerviosos? Sí, estoy generalizando, pero no creo que sólo me pase a mí! Lo primero que atiné a hacer fue a arreglarme las mechas mientras él se acercaba a saludar.
En esos 5 segundos de la inevitable cruzada de miradas con la que ya no pudimos hacer la vista gorda, porque, asumámoslo, si yo te veía y vos no, o viceversa, nos ibamos a hacer
bien-los-boludos y seguir con lo nuestro, pero nos fue imposible por cortesía, modales, o andá a saber. En fin, nos saludamos de manera rápida e indolora, fue tan fugaz el contacto que tuvimos que ni pude pensar si estaba más flaca o más gorda que cuando nos dejamos de ver. “Hola hola que tal chau”, o lo que traducido sería no-me-importas-no-gastemos-tiempo-al-pedo.
Me quedo tranquila sabiendo que él parece estar igual que siempre.
Pero que linda camperita pegó eh.
Y lo importante es que está bien. O no.